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Con el agua por el pescuezo, Felipe no se cansaba de ver su barquito deslizarse movido por el viento y por la corriente. Hecho con sus propias manos con  sandalia de goma de esas bien livianas, velas de bolsa plástica y timón de tapitas de botellas abolladas, el barco recibió el mismo nombre que la canoa de su padre, campeona de muchas regatas: “Aviada”.

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En seguida llegaron otros barcos y otros niños para apostar carreras. Un pedazo de telgopor descuidadamente abandonado en la marea, dio origen a otros tres barquitos que navegaban rápidamente. Otro barquito de “tamanco” como el primero llegó también, por las manos de otro constructor que, sin coraje de lanzarse al agua, se lo dio a Felipe y a Baby, que trajo su canoa esculpida en madera – imitando la ancestral tradición – para participar del juego.

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De la misma forma que los avioncitos de papel, las carreras de barquitos dialogan de cerca con la naturaleza, ya que dependen de la marea para salir bien. En el puerto de Acupe sólo suceden cuando las aguas se aproximan del muelle en un buen horario, cuando los niños llegan para saltar en las canoas, para provocar a los cangrejos y para jugar en el agua. Por esta vez, las estrellas hicieron de barquito.

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Texto: Fernanda Guimarães

Fotos: David Reeks

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