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08
May-2015

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En la playa de Oiteiros, en el litoral de Maranhão, existe una Amazonia costera que conserva aún, algunos de sus trazos: tanto la flora y su generosidad de especies de los inundados y cardumes, como las costumbres de la población, el lento pasar que se escabulle perezoso entre las horas calurosas. Así también en la manufactura diaria y calma de los creadores de cofos, de los artesanos de la pesca cosiendo líneas, de las quebraderos de babasu, de los carpinteros navales y de las casas de harina.

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La vida sigue su curso aún calmo en ese lugar. Pero no libre de males; mucho menos impune a las rupturas. Basta pasar por la puerta de la escuela para ver, de forma contundente, en la arquitectura, el trazado que separa la vida comunitaria,  la naturaleza, los pescadores y sus conocimientos, la carpintería naval y sus maestros, los muchos artesanos y sus saberes activos en la economía del lugar; de un proyecto de educación alienante, de razón obtusa, de salas y paredes muy estrechas y de espaldas al mar.

Pero el juego, el lugar real de vivir, ese no puede esperar. La escuela de almas, el taller de creación, la ingeniería de puentes que conecta los conocimientos, esos no esperan; y se suceden todos los días en los patios, en los barcos anclados en la playa, en la vida real de los niños.

La llegada del señor Manuel sumó a la vida de los pescadores, un nuevo tipo de embarcación, desconocida en la región. Así también se imantó un nuevo sueño en  la vida de los niños: construir esas naves de dos proas, livianas y veloces, ingeniosas y con un estilo innovador de navegar. De los vestigios y sobras del astillero, los varones y algunas niñas, empezaron a construir sus catamaranes. El dueño del lugar nunca les impidió andar allí por las orlas, mirando y aprendiendo con sus ojos.

Los niños continúan como piratas, en rebeldía a los dictámenes y reprimendas, aprendiendo con el asalto, a la fuerza, con voluntad. Unos son adeptos de los detalles; otros, de la forma general. Unos saben mejor hacer nudos, otros mejor tallar. Cada uno capta como puede de las sobras del trabajo adulto. Y así continúan investigando el cuerpo del barco, entendiendo su anatomía y para que sirve cada pieza, las consecuencias de cada función. Hacen muchas síntesis. Todo precisa funcionar.

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Los juegos de embarcación son como un lutier. Las construcciones precisan tener simetría para que luego sea posible afinar el instrumento. Guitarra torcida será difícil, casi imposible afinarla. Barquito de mástil fuera de proporción no aguantará el peso de las velas. Timón flojo no tendrá precisión en el equilibrio. Bolina liviana y corta no sostendrá el peso del fondo que endereza el barco en el mar.

Sólo después de confeccionado, que se sabe el resultado de lo que fue construido. Después de una mañana de construcciones uno puede dar de cara con un viento muy fuerte. Por mejor que haya sido el empeño en hacerlo bien, habrá que afinar, afinar y afinar, necesariamente, al barquito para que alcance el centro de todo el objetivo: navegar con leveza por el agua. Construir barquitos es imaginarse cortando, surcando, laminando aguas. Niños constructores de barcos llevan en la proa de su imaginación una afilada hidro-dinámica, capaz de correr por entre las aguas sin fijarse, con un mínimo de atrito, deslizante, de guía libre, fugitivo del peso móvil del mar.

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El señor portugués Manuel, probó, sin ninguna pretensión, que la comunidad es una escuela; y que la escuela debería saberse comunidad. No hizo de su astillero una institución de aprendizaje pero le dio libertad a los niños para que miren, frecuenten y aprendan.

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Los niños son así mismo: viven de mirar, de tocar, de soñar sobre los fundamentos y las estructuras de la vida material. Cuando tienen una brecha, por entre una abertura de los quehaceres adultos, entran rápidamente, agarran lo que quieren, y continúan contentos, dueños de pequeñas conquistas en sus repetidos intentos. Piratas de las siestas del quehacer adulto.

Citas del texto Naúfragos y piratas del Aprendizaje de Gandhy Piorski

Fotos: Renata Meirelles

 

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