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08
May-2015

Náufragos y piratas del Aprendizaje

En la playa de Oiteiros, en el litoral de Maranhão, existe una Amazonia costera que conserva aún, algunos de sus trazos: tanto la flora y su generosidad de especies de los inundados y cardumes, como las costumbres de la población, el lento pasar que se escabulle perezoso entre las horas calurosas. Así también en la manufactura diaria y calma de los creadores de ‘cofos’, de los artesanos de la pesca cosiendo líneas, de las quebraderos de babasu, de los carpinteros navales y de las casas de harina. El discurso es manso y cantado, lleno de diminutivos. Una palabra que deja a los niños, a los apodos y a las cosas, aún menores. El discurso del caboclo hace del “menor” un “menorcito”; hace de la carroza de bueyes cargada, abarrotada, amontonada de yucas, una carroza “cargadita”; el rio desbordado está “desbordadito”, grande de aguas; incluso el todo, ese potencial del todo, cuando usado para abarcar lo que existe, es “todito”. Y así, casi todo lo demás de grandezas recibe el cariño de la pequeñez, el sentido de la docilidad, de lo que puede ser bueno e íntimo, más cercano.

Lo que tiene que ver con los niños, entonces, expresado, sobretodo, por los ancianos, es tratado, de forma invariable, en los diminutivos de la semántica. Así es en casi todos lados con los niños. Pero en este Maranhão de muchos negros y pueblo de ‘quilombos’, el tono del discurso emana todavía de las esclavas ancianas, madres, tanto de hijos cautivos, como de hijos de blancos. Un discurso  sinuoso de la sonoridad criolla de los dialectos de Angola, Mozambique, Zaire y Guinea. De mitología Bantú. Un discurso que se especializó, se familiarizó, intimó con los timbres de las “m” y las “n”. Lleno de savias maternas, de mar, de madre, de mangle y  “Nanã”. Un discurso que se abriga con humildad en lo que es hueco, que ocupa el vacío, verde, acuífero.

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Personas de diminutivos tienen gusto por canciones de luna; por festejar en las lloviznas de las estrellas. Les gusta afinar sus instrumentos por la noche en el fuego de las hogueras. Fiestas que son óperas del pueblo, cuyas raíces se encuentran en el drama del nacimiento y de la muerte, como el Bumba-meu-boi. Pero que son poderosas en lo que tiene que ver con la sensualidad comunitaria regida por las mujeres que bailan al son de la trinidad de los tambores largos, fálicos que son, muchas veces, apoyados entre las piernas de los tocadores, como el Tambor de Criolla. O de aglomeraciones promiscuas, como las circularidades de cuerpos unidos, besuntados de sudor, apretados unos con otros del Cacuriá.  De las “encantarías” del tambor de mina, uno de ellos guardado por el Rey Don Sebastián, en su palacio bajo las arenas de una isla, y en las noches de luna el santo rey ‘encantado’ (hechizado), surge en forma de toro sobre las dunas de arena.

No todas esas fiestas son en Oiteiros, ni todas las ‘encantarias’ son de ese lugar, pero impregnan el timbre, el tono de las ideas de la gente mayor del pueblo de aquella región. Gente heredera de la tierra que conecta sus abuelos a un tiempo aún más mítico del viejo Maranhão. Cosas que no se ven de forma gratuita en el decir, ni se capturan como trofeos de caza, como un pájaro exótico. Sino que se cobijan tímidas en la gratitud silenciosa por un buen día de pesca, en la alegría de celebrar el mes de San Juan, en el giro del tambor en el terrero de la mina.

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La vida sigue su curso aún calmo en ese lugar. Pero no libre de males; mucho menos impune a las rupturas. Basta pasar por la puerta de la escuela para ver, de forma contundente, en la arquitectura, el trazado que separa la vida comunitaria,  la naturaleza, los pescadores y sus conocimientos, la carpintería naval y sus maestros, los muchos artesanos y sus saberes activos en la economía del lugar; de un proyecto de educación alienante, de razón obtusa, de salas y paredes muy estrechas y de espaldas al mar.

Cuando charlamos con los niños de Oiteiros, por entre los juegos de navegación, hablan con naturalidad sobre la escuela. Cuando conversamos sobre las materias que más les gustan, de los maestros más “piolas”; nos rebelan lo que están siempre  desaprendiendo, la precariedad cultural en la que estamos zambullidos. Uno de ellos explica el contenido actual de las “clases prácticas” de artes: dibujar semáforos. Otro, después de haber jugado toda la mañana esculpiendo la proa y la pulpa, la quilla y el mástil en las proporciones correctas de su barquito, dice que no aprende nada de matemática, no puede entender para que sirve todo eso. Un tercer niño, el más menudito y más interesado en afinar su barco, dice que le gusta la geografía pero que aún, en clase, no estudiaron nada sobre la exuberante región de este pedazo único – de la Amazonia costera – del mundo en que viven.

Escuela allí, vida de verdad aquí. La vida verdadera, en la educación de masa, en los índices de aprendizaje, solo existe en el futuro. Aprender abstracciones para ser en el futuro.

Pero el juego, el lugar real de vivir, ese no puede esperar. La escuela de almas, el taller de creación, la ingeniería de puentes que conecta los conocimientos, esos no esperan; y se suceden todos los días en los patios, en los barcos anclados en la playa, en la vida real de los niños. Jugar es, de hecho, real y les encanta a los niños pues es conocimiento, tiene pertinencia, saca su substrato de la vida palpable, aplica la visión y toda su subjetividad para el pulso de la comunidad, para las arterias del trabajo; se construye afectivo y común a todos. Jugar es como un sueño silencioso, goteante, invisible, recorre por dentro, enseña por las venas las formas de captar el zumo del mundo.

En Oiteiros encontramos un excelente ejemplo, una experiencia, un ancladero activo de auto-instrucción para los niños – contundente para nuestra reflexión.

Cuarenta años atrás, desde Portugal, un joven marinero soñó atravesar el mar. Portugués que sueña atravesar el mar no es algo de hoy en día. Es algo consanguíneo del deseo y de la intrepidez de encarar posibles desventuras como aventuras inolvidables. El señor Manuel, huyendo de la dictadura de Salazar a fines de los años sesenta, construyó un pequeño barco y se deslizó, clandestinamente, en una noche estrellada, desde la bahía de Cascais hasta la costa brasilera. Después de una serie de desmesuras e, incluso, de un naufragio, por aquí se quedó. Es un carpintero de barcos, antes nómada y, algunas veces, naufrago, hasta hoy un exilado. En su exilio arribó a Oiteiros, donde vive hasta hoy. Construyó su pequeño astillero de catamaranes y otros tipos de veleros, en la orilla del mangle, sirviendo de influencia en aquella costa pesquera de Maranhão hacen, por lo menos, dos generaciones.

La llegada del señor Manuel sumó a la vida de los pescadores, un nuevo tipo de embarcación, desconocida en la región. Así también se imantó un nuevo sueño en  la vida de los niños: construir esas naves de dos proas, livianas y veloces, ingeniosas y con un estilo innovador de navegar. De los vestigios y sobras del astillero, los varones y algunas niñas, empezaron a construir sus catamaranes. El dueño del lugar nunca les impidió andar allí por las orlas, mirando y aprendiendo con sus ojos.

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Así, varios niños, actualmente adultos, hicieron de aquel astillero su escuela, siempre que la otra escuela, la que se dice de verdad, no molestara. Algunos pocos carpinteros que aprendieron con el señor Manuel, fueron también niños constructores de catamaranes. Hoy día, en sus horas libres, les enseñan a sus hijos como bombear mejor sus naves de mar.

Así son los niños: acostumbrados a andar por los bordes, tomar por los márgenes, instruirse con los ojos estirados a lo lejos, a mirar con telescopio cuando no se les permite acercarse.

Los niños continúan como piratas, en rebeldía a los dictámenes y reprimendas, aprendiendo con el asalto, a la fuerza, con voluntad. Unos son adeptos de los detalles; otros, de la forma general. Unos saben mejor hacer nudos, otros mejor tallar. Cada uno capta como puede de las sobras del trabajo adulto. Y así continúan investigando el cuerpo del barco, entendiendo su anatomía y para que sirve cada pieza, las consecuencias de cada función. Hacen muchas síntesis. Todo precisa funcionar.

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No es lo mismo que dibujar semáforos en la clase de artes, empujando en los niños una noción grosera de ciudadanía, en una pequeña ciudad que ni semáforo tiene. Es, al contrario, urgente aprender sobre la realidad del viento ya que él es energía vital, real a la hora de navegar, no se zafa quien vive de abstracciones distantes; actúa, tiene fuerza, vuelca al barquito, quiebra el mástil, no lo deja fluir, le impide conquistar.

Así son los niños: quieren la verdad del mundo. Su impulso no es alienante, su juego de fantasía es puro suceder; es real, en actividad, aunque imaginario. Por esas razones, los niños son de las experiencias y de las preguntas prácticas. Incluso cuando quieren saber si la luna no se siente sola y con frío. Pues es ahí donde habita un real interés. Prácticos sobre la realidad de las otras personas, mismo que los otros sean diferentes.

De esta forma los niños en su escuela-artillero trabajan y asimilan en 360º lo que sucede en el oficio de jugar. Si no guardan todos los nombres de las piezas de una embarcación en su memoria, o si no saben los nombres de todos los tipos de embarcaciones de la región, conocen desde muy lejos las líneas que hacen las  diferencias en la distancia del mar, un catamarán de una “biana” , una “curiaca” de un bote. Conocen de oído las distinciones de manejo, las capacidades de fuerza, la levedad, la diferencia de la rafia para el madero. Saben sobre el peso de la plaina y de la importancia de los sargentos en prensado de los cascos.

Los juegos de embarcación son como un lutier. Las construcciones precisan tener simetría para que luego sea posible afinar el instrumento. Guitarra torcida será difícil, casi imposible afinarla. Barquito de mástil fuera de proporción no aguantará el peso de las velas. Timón flojo no tendrá precisión en el equilibrio. Bolina liviana y corta no sostendrá el peso del fondo que endereza el barco en el mar.

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Sólo después de confeccionado, que se sabe el resultado de lo que fue construido. Después de una mañana de construcciones uno puede dar de cara con un viento muy fuerte. Por mejor que haya sido el empeño en hacerlo bien, habrá que afinar, afinar y afinar, necesariamente, al barquito para que alcance el centro de todo el objetivo: navegar con leveza por el agua. Construir barquitos es imaginarse cortando, surcando, laminando aguas. Niños constructores de barcos llevan en la proa de su imaginación una afilada hidro-dinámica, capaz de correr por entre las aguas sin fijarse, con un mínimo de atrito, deslizante, de guía libre, fugitivo del peso móvil del mar.

Obcecados por afinar, los niños desarrollan ejes móviles. Con plomos de restos de pescas o de piezas de automóviles antiguos, crearon una especie de peso central para el barco. Peso fijo en la puerta de la bolina. Bolina es una especie de quilla central, una guía que se fija en algunas embarcaciones. Ese peso de plomo, que sólo los barquitos de juguete poseen, hace contra peso con el mástil y ayuda a mantener las embarcaciones sin darse vuelta. Para tal hay una preparación de fundición. Con brasero, brasas, lata y plomo, derriten el metal y lo vuelcan líquido en un molde – un agujero ovalado, en forma de casco para abrir las aguas – hecho en la propia tierra. Aprovechan el plomo aún caliente y blando y clavan una de las puntas de la bolina de madera bien en el centro del metal. Esperan secar y está pronto el eje.

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Aparte de los trabajos de fundición, el juego se enriquece en conocimiento químico con los trabajos de revestimiento para la durabilidad de las maderas y mayor ergonomía del barco.

Los más ávidos buscan por sobre las mesas del astillero las sobras de resina del trabajo de los carpinteros. Resina aún blanda sirve para cubrir la madera especial y flotante (una raíz liviana) de los cascos de los barcos. O sea, fibra sus catamaranes. Ganan más velocidad, más desliz, más durabilidad, más brillo. El niño artesano erige más orgullo de su arte. Estatus natural, elegido por los otros, reconocido por todos, especialmente por los menores, como el maestro de la pandilla. He aquí la escuela!

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Ahora, don Manuel, no es para nada maestro, no está absolutamente interesado en los juegos, ni es oyente de sueños. Pero de tanto traer y formar obreros, carpinteros, plomeros para su astillero, de tanto oír maestros de barcos, de tanto tratar de facilitar la vida de la pesca artesanal, generó una escuela libre. Pues los niños circulan por allí y, oblicuas de audición, visión y aprendizaje van coleccionando, casi invisibles, el conocimiento vivo que se transmite en el verbo y en el brazo. Un lugar de acceso oral y físico al conocimiento. Lo más informal posible: más palpable, imposible.

El señor portugués Manuel, probó, sin ninguna pretensión, que la comunidad es una escuela; y que la escuela debería saberse comunidad. No hizo de su astillero una institución de aprendizaje pero le dio libertad a los niños para que miren, frecuenten y aprendan.

Los niños son así mismo: viven de mirar, de tocar, de soñar sobre los fundamentos y las estructuras de la vida material. Cuando tienen una brecha, por entre una abertura de los quehaceres adultos, entran rápidamente, agarran lo que quieren, y continúan contentos, dueños de pequeñas conquistas en sus repetidos intentos. Piratas de las siestas del quehacer adulto.

Don Manuel no es un hospitalero de niños, sensible a sus intereses. No está todo el tiempo mostrándoles todo, enseñándoles o diciendo que esto o lo otro es bueno y lindo de hacerse. Don Manuel apenas los deja y no le importa sus presencias; y los niños “se las arreglan”. Admite que su esposa se queja del prejuicio con herramientas que se pierden o se rompen; y él defiende a los niños diciendo que “el prejuicio es pequeño cerca de lo que están ganando”. Entiende el deseo, vivió y creció con eso, hace lo que le gustaría que hubieran hecho con él.

A los niños los retan por agarrar lo que no deben. No se entrometen donde no son llamados. Caso se entrometan, saben que están sujetos a recibir una reprimenda no siempre gentil. Es por eso que continúan perspicaces, atentos, ágiles, ávidos por el momento preciso. No se miman en sus actos y mucho menos en sus ganas.

Creámoslo, así son los niños: saben soñar mejor a partir de la materia conquistada. Aprenden más a fondo cuando luchan, por la práctica alcanzada. Sueñan más hacia el centro por las sustancias del trabajo, de la labor humana. Viven como poetas, hacen plástica, inversión, subversión de la vida material. Drumond, un trabajador del verbo, sabía hacer flores nacer del asfalto.

Así son los niños: les gusta aprender con quien viaja. Siempre algo nuevo. Ni les interesa tanto para que lugar, siempre que partan y lleguen. Y, de nuevo, después de llegar, partir. Aprender y volver a empezar, de nuevo aprender y otra vez volver a empezar. Aprender haciendo, surtiendo efectos, haciendo ecos y ruidos, concibiendo, construyendo, libres para deshacer y desdecir.

El aprendizaje debe ser libre, huidizo siempre del eterno “lugar común”, como soñó Quintana. Os dejo con el poeta – poetas dicen más con mucho menos – en sus ‘Preparativos de Viaje’, proponiéndoles así, una metáfora de la vida escolar:

La loca agitación de la víspera de la partida!
Con el escándalo de los niños perturbando todo
Y nosotros olvidando lo que debíamos traer
Trayendo cosas que debían quedarse
Pero es que las cosas quieren también partir,
Las cosas quieren también llegar
A cualquier parte! – desde que no sea
Este eterno ‘lugar común’…
Y en vano el Padre busca asumir el comando:
Pero se terminó la autoridad…
Solo existe en el mundo esa gran novedad: VIAJAR!

Texto: Gandhy Piorski (para otros textos del autor, clique aqui)

Fotos: Renata Meirelles

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